domingo, 30 de julio de 2017

De la vida misma….



En algunas tribus africanas, existían ciertos rituales que marcaban la vida de los aborígenes.
Los Masái por ejemplo tenían tradiciones bastante peculiares.
Desde chicos, plantaban un árbol y lo cuidaban durante toda la vida, ya que el mismo le iba a dar fruto, techo, leña y serviría de pira para cremar a su dueño. De ésta manera, habrían pasado juntos por la vida achicando la frontera entre los seres vivos y estrechando fuertes lazos con la madre naturaleza.
Otro ritual que debían atravesar para pasar de la niñez a la vida adulta , era matar a un león por su propia mano con una lanza. Parte de este rito consistía en entrenar al joven para una vida guerrera donde pudiera servir a su tribu y alimentar a su familia. Por otra parte, y al carecer de controles de natalidad, era una forma práctica de sacarse algunos pibes inútiles de encima.
Así transcurrían sus días los Masái, las mujeres consagradas a servir a los hombres, y los hombres a defender y alimentar la familia.
Particular era el caso del joven Owiti, quien habiendo alcanzado la edad de veintitrés años no había plantado ningún árbol ni matado a ningún león. Sus padres lo llevaron ante el brujo de la tribu, quien luego de examinarlo cuidadosamente no encontraron rasgos de debilidad o impedimento físico para sortear estos antiguos rituales que mantenía con vida la tribu.
Reunieron el consejo de ancianos y llamaron a Owiti a hacer una suerte de descargo en su favor antes de tomar una determinación. No había antecedentes de algo así y los sabios estaban desorientados.
Owiti dijo entonces:” Estimados ancianos. Entiendo y agradezco vuestra preocupación, pero los tranquilizo y les cuento que estoy bien con mi cuerpo y mi espíritu. No he plantado aún mi árbol ya que sería una suerte de poner mi muerte en mi cama cada noche. Si creo en el mañana y siento que puedo hacer algo desde la vida, no puedo perder ni un minuto pensando en mi muerte. También sé que no he matado a mi león. No es por falta de valentía, al contrario. He visto muchos niños de 8 y 9 años convertirse en adultos por un segundo de suerte al clavar su lanza en el lugar indicado. No quiero que mi paso de la juventud a la adultez sea una cuestión de suerte sino un aprendizaje día a día, paso a paso. Me siento más responsable sabiendo que mis decisiones están basadas en mis experiencias propias como las de mis compañeros de tribu, y matar a un animal indefenso sería más un acto de arrojo que de madurez propiamente dicho. Mi león habita dentro mío, y se llama miedo, y lejos de matarlo quiero domesticarlo y ponerlo de mi lado para ser un hombre íntegro a la hora de tomar decisiones.”
Los sabios se quedaron pasmados. Dejaron ir a Owiti y redactaron en una piel seca de antílope la historia de Owiti y su posición ante la vida como un valioso testimonio. Era sin embargo una alternativa que nunca habían barajado en la tribu de los Masái. Era un quiebre en la historia.
Quiso el destino que esta piel de antílope fuera saqueada por antiguos piratas franceses y llevada a la vieja Europa donde la comprara en el mercado negro, un importante Marqués cuyo palacio fue saqueado en la Revolución Francesa. La historia de Owiti fue pasando de mano en mano hasta que, en una prestigiosa universidad de Massachusetts un investigador la tradujo y la publicó en su tesis acerca de las tribus perdidas de Africa y sus costumbres.
Armando, un ferretero de la Provincia de Santa Fe, estaba envolviendo tuercas y tornillos con unos diarios cuando dio con el artículo que relataba este pasaje de la historia de los Masái. Lo leyó y dejó lo que estaba haciendo para sentarse en su silla más cómoda. Miraba el texto con detenimiento, siguiendo cada palabra, cada hecho allí descrito.
En eso entra su hijo mayor y al verlo tan ensimismado en la lectura le pregunta qué pasaba, qué estaba leyendo.
Levantó pesadamente la vista sobre sus anteojos, y mirándolo le dijo “Hijo mío. Ya en el siglo XVII los vagos de mierda como vos, nos convencían a los viejos chotos como yo que nos deslomamos día a día que laburar es al pedo y que quieren ser siempre pendejos.”

El muchacho ya se había ido para cuando Armando tiraba el recorte del diario a la basura y seguía envolviendo tuercas, que al fin y al cabo era lo que le daba de comer a la familia.

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