En algunas tribus
africanas, existían ciertos rituales que marcaban la vida de los
aborígenes.
Los Masái por
ejemplo tenían tradiciones bastante peculiares.
Desde chicos,
plantaban un árbol y lo cuidaban durante toda la vida, ya que el
mismo le iba a dar fruto, techo, leña y serviría de pira para
cremar a su dueño. De ésta manera, habrían pasado juntos por la
vida achicando la frontera entre los seres vivos y estrechando
fuertes lazos con la madre naturaleza.
Otro ritual que
debían atravesar para pasar de la niñez a la vida adulta , era
matar a un león por su propia mano con una lanza. Parte de este rito
consistía en entrenar al joven para una vida guerrera donde pudiera
servir a su tribu y alimentar a su familia. Por otra parte, y al
carecer de controles de natalidad, era una forma práctica de sacarse
algunos pibes inútiles de encima.
Así transcurrían
sus días los Masái, las mujeres consagradas a servir a los hombres,
y los hombres a defender y alimentar la familia.
Particular era el
caso del joven Owiti, quien habiendo alcanzado la edad de veintitrés
años no había plantado ningún árbol ni matado a ningún león.
Sus padres lo llevaron ante el brujo de la tribu, quien luego de
examinarlo cuidadosamente no encontraron rasgos de debilidad o
impedimento físico para sortear estos antiguos rituales que mantenía
con vida la tribu.
Reunieron el consejo
de ancianos y llamaron a Owiti a hacer una suerte de descargo en su
favor antes de tomar una determinación. No había antecedentes de
algo así y los sabios estaban desorientados.
Owiti dijo
entonces:” Estimados ancianos. Entiendo y agradezco vuestra
preocupación, pero los tranquilizo y les cuento que estoy bien con
mi cuerpo y mi espíritu. No he plantado aún mi árbol ya que sería
una suerte de poner mi muerte en mi cama cada noche. Si creo en el
mañana y siento que puedo hacer algo desde la vida, no puedo perder
ni un minuto pensando en mi muerte. También sé que no he matado a
mi león. No es por falta de valentía, al contrario. He visto muchos
niños de 8 y 9 años convertirse en adultos por un segundo de suerte
al clavar su lanza en el lugar indicado. No quiero que mi paso de la
juventud a la adultez sea una cuestión de suerte sino un aprendizaje
día a día, paso a paso. Me siento más responsable sabiendo que mis
decisiones están basadas en mis experiencias propias como las de mis
compañeros de tribu, y matar a un animal indefenso sería más un
acto de arrojo que de madurez propiamente dicho. Mi león habita
dentro mío, y se llama miedo, y lejos de matarlo quiero domesticarlo
y ponerlo de mi lado para ser un hombre íntegro a la hora de tomar
decisiones.”
Los sabios se
quedaron pasmados. Dejaron ir a Owiti y redactaron en una piel seca
de antílope la historia de Owiti y su posición ante la vida como un
valioso testimonio. Era sin embargo una alternativa que nunca habían
barajado en la tribu de los Masái. Era un quiebre en la historia.
Quiso el destino que
esta piel de antílope fuera saqueada por antiguos piratas franceses
y llevada a la vieja Europa donde la comprara en el mercado negro, un
importante Marqués cuyo palacio fue saqueado en la Revolución
Francesa. La historia de Owiti fue pasando de mano en mano hasta que,
en una prestigiosa universidad de Massachusetts un investigador la
tradujo y la publicó en su tesis acerca de las tribus perdidas de
Africa y sus costumbres.
Armando, un
ferretero de la Provincia de Santa Fe, estaba envolviendo tuercas y
tornillos con unos diarios cuando dio con el artículo que relataba
este pasaje de la historia de los Masái. Lo leyó y dejó lo que
estaba haciendo para sentarse en su silla más cómoda. Miraba el
texto con detenimiento, siguiendo cada palabra, cada hecho allí
descrito.
En eso entra su hijo
mayor y al verlo tan ensimismado en la lectura le pregunta qué
pasaba, qué estaba leyendo.
Levantó pesadamente
la vista sobre sus anteojos, y mirándolo le dijo “Hijo mío. Ya en
el siglo XVII los vagos de mierda como vos, nos convencían a los
viejos chotos como yo que nos deslomamos día a día que laburar es
al pedo y que quieren ser siempre pendejos.”
El muchacho ya se
había ido para cuando Armando tiraba el recorte del diario a la
basura y seguía envolviendo tuercas, que al fin y al cabo era lo que
le daba de comer a la familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario