domingo, 9 de julio de 2017

El quince de la Patri

Antes que nada hay que ubicar en tiempo, espacio y posibilidades. En los '80 las alternativas del festejo del quince de alguien, se limitaban a si la fiesta se hacía adentro o afuera, o si se comía pollos o lechón. No existían los Disney, ni los Iphone, ni la fiesta donde las cenicientas se convierten en princesas.
Tal era el caso de la Patri, una prima mía que cumplía los quince en invierno y el salón era el patio de los Montero, unos vecinos y amigos de la familia. La música estaba a cargo del dueño del tocadiscos, un tío con plata y trece discos de pasodobles. Los pollos los hicieron entre mi papá y el viejo de la Patri, los postres los hizo mi tía con más ganas que talento, y las ensaladas fueron un aporte de cada quinta hogareña más la mayonesa casera de algún talentoso del barrio.
Los vinos y las gaseosas los puso a concesión el tío Salvador, que tenía un supermercado y estas fiestas lo salvaban.
La jodanga arrancaba sin mucho preámbulo, empezaba la música y empezaba el baile. La era una sola y larga hasta el infinito. En una punta, la Patri y en la otra punta los asadores y parientes ruidosos, en el medio el resto de los familiares y amigos y en una mesa aparte los chicos menores de 12 años. En las mesas, había baldes de chapa con hielo para que no se caliente la bebida, aunque hacía más frío afuera del balde que en el hielo. La comida, salvo las ensaladas rusas, se enfriaban en el camino de la parrilla a la mesa culpa de los chicos chiquitos y las viejas que nunca se decidían qué parte de pollo comer, casi siempre decidía patas, y mi viejo soltaba la frase “Miren que es un pollo, no un ciempiés”. El tío de plata, ponía veintemil veces el único disco de los Wawancó que había, y si lo mirabas al tipo, ponía la actitud de David Guetta. Cuando promediaba la noche y el frío dividía a los valientes de los tuberculosos, mi viejo y mi tío Humberto juntaban los baldes de chapa de las mesas que hacían las veces de frappera, y los llevaban para la parrilla. Tiraban el agua a los yuyos y los llenaban de brasa. Agarraban con un trapo las manijas y los repartían a lo largo de la mesa a modo de calefacción. Nunca supe si la gente lloraba de emoción o porque el humo les irritaba los ojos, o fue una mezcla de estos dos factores más el frío y la bebida.
Así pasaba el cumpleaños de quince de la Patri.
Con muy poco se armaba una fiesta inolvidable. Sobre todo para la gente que se dormía y apoyaba las piernas en los baldes calientes.
Hay más detalles, los regalos, los colados y la borrachera del tío con plata que agarró los discos y se fue en el medio de la noche, de la tía que se guardó un pollo en la cartera.

Un día vamos a entrar en detalles.

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