Antes que nada hay
que ubicar en tiempo, espacio y posibilidades. En los '80 las
alternativas del festejo del quince de alguien, se limitaban a si la
fiesta se hacía adentro o afuera, o si se comía pollos o lechón.
No existían los Disney, ni los Iphone, ni la fiesta donde las
cenicientas se convierten en princesas.
Tal era el caso de
la Patri, una prima mía que cumplía los quince en invierno y el
salón era el patio de los Montero, unos vecinos y amigos de la
familia. La música estaba a cargo del dueño del tocadiscos, un tío
con plata y trece discos de pasodobles. Los pollos los hicieron entre
mi papá y el viejo de la Patri, los postres los hizo mi tía con más
ganas que talento, y las ensaladas fueron un aporte de cada quinta
hogareña más la mayonesa casera de algún talentoso del barrio.
Los vinos y las
gaseosas los puso a concesión el tío Salvador, que tenía un
supermercado y estas fiestas lo salvaban.
La jodanga arrancaba
sin mucho preámbulo, empezaba la música y empezaba el baile. La era
una sola y larga hasta el infinito. En una punta, la Patri y en la
otra punta los asadores y parientes ruidosos, en el medio el resto de
los familiares y amigos y en una mesa aparte los chicos menores de 12
años. En las mesas, había baldes de chapa con hielo para que no se
caliente la bebida, aunque hacía más frío afuera del balde que en
el hielo. La comida, salvo las ensaladas rusas, se enfriaban en el
camino de la parrilla a la mesa culpa de los chicos chiquitos y las
viejas que nunca se decidían qué parte de pollo comer, casi siempre
decidía patas, y mi viejo soltaba la frase “Miren que es un pollo,
no un ciempiés”. El tío de plata, ponía veintemil veces el único
disco de los Wawancó que había, y si lo mirabas al tipo, ponía la
actitud de David Guetta. Cuando promediaba la noche y el frío
dividía a los valientes de los tuberculosos, mi viejo y mi tío
Humberto juntaban los baldes de chapa de las mesas que hacían las
veces de frappera, y los llevaban para la parrilla. Tiraban el agua a
los yuyos y los llenaban de brasa. Agarraban con un trapo las manijas
y los repartían a lo largo de la mesa a modo de calefacción. Nunca
supe si la gente lloraba de emoción o porque el humo les irritaba
los ojos, o fue una mezcla de estos dos factores más el frío y la
bebida.
Así pasaba el
cumpleaños de quince de la Patri.
Con muy poco se
armaba una fiesta inolvidable. Sobre todo para la gente que se dormía
y apoyaba las piernas en los baldes calientes.
Hay más detalles,
los regalos, los colados y la borrachera del tío con plata que
agarró los discos y se fue en el medio de la noche, de la tía que
se guardó un pollo en la cartera.
Un día vamos a
entrar en detalles.