jueves, 22 de enero de 2015

Día 8 - Primera impresión.

Lo malo de las primeras impresiones, es que son imborrables. A lo mejor y con mucha suerte lográs pilotear la situación y convertirla en una anécdota familiar.
Era el invierno del '97 y después de pasar la tarde juntos, mi pareja de entonces me propuso visitar a sus padres. La iniciativa en apariencia espontánea, ya se venía gestando a mis espaldas hace unas semanas. No conocía a mis futuros suegros y ellos tampoco me conocían, así que ambos estábamos preparando la versión demo mejorada de nuestras vidas para crear esa imagen de seguridad que a veces queremos inútilmente infundir en el otro, pensando que ese es el único y definitivo encuentro.
Me puse la chomba (mi vieja decía que una chomba da clase) un desodorante genérico, para lograr aceptación pero para no despertar falsas expectativas, y le pasé un trapo húmedo a la goma de las zapatillas logrando un color uniforme  y no ese tono marmolado habitual, aunque después de una hora de colectivo la chomba queda hecha una lechuga roja, los sobacos apestan como un circo y las zapatillas refuerzan el entramado ocre y blanco.
Ya cerca de la casa de mis futuros suegros, la sensación de ajeno al lugar ganaba terreno en mi cabeza y en mi estómago que empezó a oprimirme igual que el día que pasé a dar la lección de los ríos de Europa en cuarto año y no había estudiado ni un poquito. Desde la puerta de calle, mi futura concuñada vestida de sporting colors y con una sonrisa de calavera maya que le quedaba pintada me daba la bienvenida a la familia. Mi futuro suegro era más alto de lo que yo esperaba y mi suegra más inquieta y comedida que lo habitual. "Sentate, sentate" insistieron. La mayoría de los tiempos verbales fueron variantes amables del imperativo. La sincronía de los actos era perfecta, cada vez que me llevaba un bocado a la boca me tiraban una de esas preguntas donde uno tiene que desarrollar, donde no basta un si o un no. "¿En qué trabajás? ¿Cuánto hace que vivís en Rosario? ¿ Cómo hiciste el pollo a la naranja?"  eran las distintas fases del interrogatorio al que en vano traté de contestar en forma inteligente sin que se me escapen pedacitos de carne al horno con papas.
En medio de la velada, el estómago se declaró en rebeldía y empezó a pedir pista. Me excusé y formal pedí permiso. Me indicaron el camino amablemente y desaparecí a paso decidido por el largo corredor. Luego de lograr la intimidad  advierto que la puerta no tiene trabas ni llave. Años después me explicaban que se trataba de que mis suegros eran gente grande y si algo les pasaba en el baño y la puerta estaba trabada podrían llegar a lamentar algo grave. Como sea, yo estaba ahí con muy poca gana de proyecciones más allá de cagar lavarme las manos y volver a la mesa como un duque. Sin pensar demasiado me bajé los pantalones y calzoncillos y empecé la suave melodía de los pedos. Me acomodé tratando de hacer que la cantidad de pliegues sea la menor así los vientos no se encontrarían con obstáculos y saldrían en silencio. Al principio fue un éxito. Sonaba el traste como los frenos de aire de los camiones, aunque a veces se transformaba en bufidos sordos y supermalolientes. Puse atención al exterior y se escuchaban a lo lejos las voces y los cubiertos. Todo bien, pensé. Me acomodé de nuevo y en la maniobra se me escapó un estruendoso pedo que aumentado por la caja resonante del inodoro, me dejó en ridículo por siempre, ya que si yo escuchaba las voces a lo lejos, poco probable es que pase desapercibido semejante trueno. Pero bueh, ya estaba en el baile. Escuché unos pasos que se acercaban al baño y me apuré a poner una mano en la puerta. En el medio dos minúsculos pedos similares a trompetitas se me escaparon. "¿Estás bien?" me preguntó mi pareja. "Si , ya voy." contesté mintiendo. Recién empezaba el calvario.
Sentí que se alejaban los pasos y que desde la mesa preguntaban cosas como "¿Está bien?¿Necesita ayuda?¿Llamamos al servicio de emergencias?" 
Traté de apurar el trámite, ya que la cosa pintaba feo. Hice fuerza y tras un par de gruñidos tres cocodrilos marrones cayeron al inodoro y fueron a pegarse a las paredes blancas del mismo cual tentáculos de pulpo. Aliviado, busqué algo de papel higiénico para terminar la ceremonia del adiós y seguir con la presentación en sociedad. Sin éxito en la búsqueda del papel sanitario me pasé al bidet. Abrí como nunca el chorro y me lavé el traste. Esta sensación de alivio se vio interrumpida cuando advierto que la única toalla que hay en el baño, es la pequeña que se usa para la cara y lucía blanca radiante. Mi cabeza se debatía infinitamente en usar o no esa toalla. Si seguía por ese camino debía esmerarme en la lavada de culo, éste debía quedar pulcro e inmaculado. La idea me daba vueltas en la cabeza cuando escuché nuevamente los pasos acercándose al baño. Hábilmente apreté el botón del depósito en una maniobra popularmente conocida como "tirar la cadena". El ruido de la descarga de agua alejó a quie quiera que sea que venía a preguntar como me encontraba. Aproveché para secarme muy muy por arriba el culo con la toalla de mano tratando de transferirle la menor cantidad de material didáctico. La miraba cada tanto para corroborar que los colores seguían inalterables. En un momento miré para el inodoro y ví que los tres tentáculos marrones seguían allí adheridos a la pared blanca. Me distraje y me sequé profundo con la toalla imprimiendo allí una mancha similar a una frenada de bicicleta. Alarmado y transpirado busqué un jabón para lavar la toalla. Le puse champú para la caspa con la esperanza de blanquear la toalla y sólo conseguí extender la mancha hasta que parecía un mapa de América. Refregué con fuerzas y a los ojos de un observador no muy exigente podría pasar desapercibida la mancha. Aún con los pantalones bajos miré el inodoro y aún quedaba por resolver esa cuestión de los tentáculos. Apunté con mi pene a los tres visitantes y empecé a orinar tratando de despegarlos de la pared. El resultado no podía ser pero. No sólo los soretes seguían allí, sinó que además el inodoro se pobló de lunares marrones. Siento los pasos nuevamente acercarse por el pasillo y cuando adiviné que estaban del otro lado de la puerta me apuré y dije "¡Ya vá!¡Estoy cagando! Entretené a tus viejos que arreglo esto y voy.". Después de un silencio mortal mi suegra dijo "Esta bien, te esperamos. Cualquier cosa avisá". No podía ser peor el panorama. Cuánto me iba a costar remontar esta situación.
Volví sin pensar tanto a la faena. Le pude agua oxigenada al inodoro y un poco de crema enjuague esperando vaya a saber qué milagro de la química. Tiré la cadena nuevamente y con un peine despegué los soretes que luego de varios giros fueron a trabarse en la escotilla de salida. Ya sin escrúpulos los destrocé literalmente con el peine hasta convertirlos en un puré de mierda. Junté agua en un balde y cuando se produjo el llenado del depósito, la maniobra conjunta de tirar la cadena y arrojar el balde terminó por llevarse el maloliente barro para el mas allá. Sólo restaba lavar el peine. Para ello usé un jaboncito y un cepillo de diente que elegí al azar para no cargar mi conciencia con algún nombre. Sentí los pasos nuevamente acercarse. Apuré el lavado y puse todo en su lugar. Fui al inodoro a echar un poco de desodorante de ambientes para neutralizar la atmósfera hedionda. En eso abre la puerta mi suegro. El cuadro no pudo ser más demoledor. La toalla de mano chorreaba gotas color whisky, el peine estaba mojado y en la jabonera, el jabón en el piso todo rasqueteado y el cepillo de dientes todo espumoso. La pared de azulejos blancos tenía aún lunares ocre. Yo estaba con los pantalones en el piso y el calzoncillo mojado el gran parte del culo.
"¿Todo bien?" preguntó mi suegro.
"Ya voy. Me lavo las manos y voy. Me descompuse pero ya estoy bien." dije con un hilo de voz y colorado como tomate.
Mi suegro cerró la puerta y se alejó. Escuché como les decía que estaba descompuesto a los demás. Las conjeturas y sugerencias acompañadas al final con un "pobre..." se hicieron eco en el largo pasillo. Me lavé las manos , eché desodorante, me acomodé la ropa y me dispuse a volver a la mesa.
Fueron los 20 minutos más largos de mi vida.
Ya pasó mucho tiempo de aquel día.
Muchas cosas cambiaron pero todavía no asimilé aquel hecho como una anécdota para recordar en mesa navideña.