sábado, 11 de marzo de 2017

Desafío de seguridad, una cena y un recuerdo imborrable.


A principios de los '90, la empresa para la que trabajo tenía los índices de accidente demasiado altos para los standares industriales internacionales. Empezó entonces una feroz campaña de concientización y difusión de eventos relevantes, se compraron los elementos personales de protección y se confeccionaron normas y procedimientos para realizar de forma segura las tareas. A modo de incentivo , se propuso fijar un objetivo en días de acuerdo a la criticidad de cada sector y al cumplirlo, se iba a premiar al personal con un presente y una cena en algún lugar a modo de festejo.
Tal fue el caso, que el sector donde trabajo, Mantenimiento de sistemas (MASI), logró sus flamantes 700 días sin accidentes. El supervisor tomó asistencia y confeccionó una lista de de los empleados y confirmó un lugar para el festejo.
La noche de la cena, nos encontró en las puertas de un lugar bastante paquete y céntrico, pero dada la cantidad de gente que estaba cenando , nos armaron una mesa afuera, casi en la vereda. Nos pidieron las disculpas del caso y empezó la comida. Nuestro jefe dijo unas palabras que fueron llevadas por el viento y los bocinazos, y a medida que iba avanzando la noche y las botellas, empezamos a quedar menos en la mesa de los postres. Una muchacha cantaba canciones de Gilda y no quedaba casi nadie en el lugar, cuando un anciano se acercó a preguntarnos por una parada de taxi. Tenía el aspecto de alguien solitario y que la suerte lo había abandonado. Vestía ropa que en otra epoca era elegante pero visiblemente maltratada por el tiempo.Dado que era un día de semana y era muy tarde le dijimos que difícilmente fuera a conseguir transporte alguno. De todas maneras le dijimos que se siente a compartir unos tragos con nosotros y después lo llevábamos a donde nos diga. Aceptó agradecido y nos preguntó qué festejábamos. Le explicamos de qué se trataba y pareció entender. En un momento nos preguntó si seguía trabajando en la empresa Mancuso. El negro Benavídez le preguntó “¿Qué Mancuso?”. “¡El que vino y se las puso!” le contestó. No sé si la sorpresa de la respuesta chabacana, el vino o la voz rara que puso el anciano, pero terminamos escupiendo el vino a carcajadas, incluso el negro Benavídez se paró y lo aplaudió. Y así siguió la noche el anciano contando chistes e imitando personajes de la mesa y del mundo del espectáculo. Cuando fueron las dos de la mañana, el dueño del bar nos dijo que era tarde, que disculpas, que lo había pasado muy bien pero había que cerrar. Nos ofreció como atención de la casa una sidra con la que brindamos por última vez. El anciano estaba animado y brindó por nosotros. Nos pidió una lapicera y un papel para dejarnos por escrito un saludo. Lapicera si teníamos, pero papel, sólo había un diploma encuadrado que certificaba el desafío de seguridad, así que se lo dimos y escribió algo. Nos fuimos dándonos abrazos de borrachos y cada cual siguió su camino, no recuerdo quién llevó al anciano.
Al otro día, vino el negro Benavídez y con los ojos fuera de las órbitas traía el diploma en la mano. “¡Boludos! ¿Se acuerdan del viejo que contaba chistes anoche en la cena?” nos gritaba totalmente sacado, “Miren lo que escribió”, y nos mostró el diploma.
La sorpresa fue tremenda, no terminábamos de caer. Nadie se acuerda de haber llevado al anciano a ningún lado pero nadie olvida de su cara cada vez que nos reíamos y brindábamos por él.
Cuando vimos el nombre “Carlitos Balá” escrito de puño y letra, se nos vino una parte de nuestra infancia y entendimos por qué nos parecía tan familiar su cara. Si me contaran ese encuentro, juraría que es un hecho surrealista, un sueño colectivo, una reacción de la cabeza al exceso de vino barato, pero el diploma es testigo que todo eso sucedió.
Eran los '90, todavía recordamos ese encuentro con mucho afecto.
Por Carlitos Balá, por todo lo que nos dejó y para que siga divirtiendo a grandes y chicos, vaya este brindis.