A
principios de los '90, la empresa para la que trabajo tenía los
índices de accidente demasiado altos para los standares industriales
internacionales. Empezó entonces una feroz campaña de
concientización y difusión de eventos relevantes, se compraron los
elementos personales de protección y se confeccionaron normas y
procedimientos para realizar de forma segura las tareas. A modo de
incentivo , se propuso fijar un objetivo en días de acuerdo a la
criticidad de cada sector y al cumplirlo, se iba a premiar al
personal con un presente y una cena en algún lugar a modo de
festejo.
Tal
fue el caso, que el sector donde trabajo, Mantenimiento de sistemas
(MASI), logró sus flamantes 700 días sin accidentes. El supervisor
tomó asistencia y confeccionó una lista de de los empleados y
confirmó un lugar para el festejo.
La
noche de la cena, nos encontró en las puertas de un lugar bastante
paquete y céntrico, pero dada la cantidad de gente que estaba
cenando , nos armaron una mesa afuera, casi en la vereda. Nos
pidieron las disculpas del caso y empezó la comida. Nuestro jefe
dijo unas palabras que fueron llevadas por el viento y los bocinazos,
y a medida que iba avanzando la noche y las botellas, empezamos a
quedar menos en la mesa de los postres. Una muchacha cantaba
canciones de Gilda y no quedaba casi nadie en el lugar, cuando un
anciano se acercó a preguntarnos por una parada de taxi. Tenía el aspecto de alguien solitario y que la suerte lo había abandonado. Vestía ropa que en otra epoca era elegante pero visiblemente maltratada por el tiempo.Dado que
era un día de semana y era muy tarde le dijimos que difícilmente
fuera a conseguir transporte alguno. De todas maneras le dijimos que
se siente a compartir unos tragos con nosotros y después lo
llevábamos a donde nos diga. Aceptó agradecido y nos preguntó qué
festejábamos. Le explicamos de qué se trataba y pareció entender.
En un momento nos preguntó si seguía trabajando en la empresa
Mancuso. El negro Benavídez le preguntó “¿Qué Mancuso?”. “¡El
que vino y se las puso!” le contestó. No sé si la sorpresa de la
respuesta chabacana, el vino o la voz rara que puso el anciano, pero
terminamos escupiendo el vino a carcajadas, incluso el negro
Benavídez se paró y lo aplaudió. Y así siguió la noche el
anciano contando chistes e imitando personajes de la mesa y del mundo
del espectáculo. Cuando fueron las dos de la mañana, el dueño del
bar nos dijo que era tarde, que disculpas, que lo había pasado muy
bien pero había que cerrar. Nos ofreció como atención de la casa
una sidra con la que brindamos por última vez. El anciano estaba
animado y brindó por nosotros. Nos pidió una lapicera y un papel
para dejarnos por escrito un saludo. Lapicera si teníamos, pero
papel, sólo había un diploma encuadrado que certificaba el desafío
de seguridad, así que se lo dimos y escribió algo. Nos fuimos
dándonos abrazos de borrachos y cada cual siguió su camino, no
recuerdo quién llevó al anciano.
Al
otro día, vino el negro Benavídez y con los ojos fuera de las
órbitas traía el diploma en la mano. “¡Boludos! ¿Se acuerdan
del viejo que contaba chistes anoche en la cena?” nos gritaba
totalmente sacado, “Miren lo que escribió”, y nos mostró el
diploma.
La
sorpresa fue tremenda, no terminábamos de caer. Nadie se acuerda de
haber llevado al anciano a ningún lado pero nadie olvida de su
cara cada vez que nos reíamos y brindábamos por él.
Cuando
vimos el nombre “Carlitos Balá” escrito de puño y letra, se
nos vino una parte de nuestra infancia y entendimos por qué nos
parecía tan familiar su cara. Si me contaran ese encuentro, juraría
que es un hecho surrealista, un sueño colectivo, una reacción de la
cabeza al exceso de vino barato, pero el diploma es testigo que todo
eso sucedió.
Eran
los '90, todavía recordamos ese encuentro con mucho afecto.
Por
Carlitos Balá, por todo lo que nos dejó y para que siga divirtiendo
a grandes y chicos, vaya este brindis.