Susana y sus demonios.
Susana, esposa de un primo mío, tenía sus demonios, pero no
eran enfermedades imaginarias ni fantasmas del pasado. Eran sus palpables
cuatro hijos Eliana, Angelina, Martín y Pablo el más chico. Cada mediodía, o
cada noche eran un pequeño averno la cocina y el comedor de diario. La mesa
donde se realizaban el 85% de las tareas del hogar, era una montaña
inimaginable de cosas, algunas orgánicas y otras no tanto. Creo que si alguien
se tomara el trabajo, encontraría fácilmente 6 elementos que no figuran en la tabla
periódica de Mendeleiev y al menos una decena de neurotóxicos peores que el ántrax.
Esa tarde los planetas se alinearon y el mundo estalló. Susana se encontraba
cocinando panqueques, la única manera de disfrazar verdura que tenía para que
los cuatro gremlins y el Neanderthal del marido metan algo sano en su cuerpo
para no volverlo a sacar, al menos por el sitio por donde ingresó al organismo.
Todo estaba "normal" hasta que pasó, la mayor de las hermanas,
Eliana, había escuchado que la plata no alcanzaba para nopucid, y si la racha
de piojos seguía no quedaba otra que pelarlos a los cuatro. En un inocente
intento por ayudar, y valiéndose de una humillante tijerita de actividades
prácticas, empezó a ejercer su prematuro oficio de peluquera. A fuerza de coraje
y coscorrones que proporcionaba a los hermanitos, so pretexto de no molestar
con gritos ni llantos innecesarios a su mamá, Eliana fue literalmente podando
la cabeza de Angelina, quitando lo feo y dejando los brotes tiernos para
mejorar el plantel capilar en la próxima luna. Con Martín la cosa fue un poco
más complicada. El niño no cesaba de decir que no con la cabeza, no se sabe
bien si negaba la realidad o sólo con este método, distribuía en prolijas
parcelas los coscorrones y tijeretazos en armoniosos círculos asegurando así, una especie de empapelado
ecológico en 3D. Pablo en cambio aprovechó para ayudar a Susana en la cocina.
Mientras ella rellenaba los canelones, el niño empezó a llevar los utensilios a
la bacha para lavarlos. Una masa viscosa con gusto rico, bañaba parte de los
enseres y le preguntó a la mamá si podía ayudar a limpiarlos. Evidentemente
Susana no tenía idea, como la mayoría de las madres, que cuando dicen sí, abren
la caja de pandora a la creatividad más destructiva que anida en cada ser
humano esperando un permiso que casi nunca llega. Ante el visto bueno, sin
verlo, Pablo empezó a lamer cada utensilio sucio con aires de sibarita. Ordenó
el bol, la cuchara, el cucharón y dejó para el final la cuchilla. Dando rienda
suelta a su fetichismo por los objetos, su cabeza parecía flotar en un mar de
masa cruda de panqueque, placer y vicio rozando el delicado filo del dolor y lo
prohibido, era todo un sadopanquequista. Cuando llegó al cucharón, se le vino
la brillante idea de meter el manguito por su pequeña boca con tan mala suerte
que la pequeña curvatura que posee en el mango, se enganchó de su campanilla.
Lo que siguió fueron arcadas, vómitos, gritos ahogados, hasta que comprendió
Pablo, que la única manera de que le den bola era hacer un ruido significativo,
y ahí comenzó a romper platos. Promediando el tercero o cuarto plato, Susana
apareció en la puerta de la cocina con aspecto de asesino serial acorralado. Al
a su pequeño, pasó por su cuerpo y su cara no menos de veinte estados de animo,
todos ellos destructivos y desesperantes, y tomó al pequeño por algún lado
limpio que encontró y a los gritos pelados, reunió a todos en la sala para ir
al hospital de la otra cuadra. Dantesca fue la imagen que encontró al ver a la
novata coiffeur y sus primeros y atormentados clientes. En un rapto de
claridad, dejó una nota al Neanderthal y salió con los cuatro engendros a la
guardia para que al menos un problema se solucione. Describo el cuadro porque
así lo vi, de izquierda a derecha y sentados en un banco de sala de espera
estaban: Eliana, con cara de "yo no fui" y reprimiendo las frases "tengo
hambre" y "cuando nos vamos" para un momento más oportuno.
Angelina, se señalaba en silencio la cabeza y señalaba a Eliana en un incidental
homenaje al gran Marcel Marceau. A Martin no se le distinguía donde comenzaba y
donde terminaba el pelo, era como el muñeco ese que le crecía pasto en la
cabeza pero regado con ácido. Susana retorcía en silencio un pañuelo, sólo eso
hacía, y recitaba algo en idish. Pablo, miraba al frente, aún con el cucharón
en la garganta, con convulsiones y suspiros y cada tanto mirando de reojo a su
mamá a ver si daba para llorar un poco o seguir así en silencio sin joder
demasiado hasta que el doctor de guardia se digne a atenderlos. Ahí, justo ahí,
llega mi primo irrumpiendo en la guardia al grito de "Susana!!! Que
hiciste??? La cocina es un desastre y los canelones se re quemaron! me querés
decir que comemos hoy?...contestame che! estuve todo el día laburando, merezco
algo de respeto!!!".
Esto pasó hace veinticinco años. Recién ayer, Susana
consiguió parpadear con los dos ojos al unísono. El médico espera que en los próximos
meses deje de canturrear en idish y controle esfínteres...