martes, 10 de marzo de 2015

Día 1 - Naranjas


Como la mayoría de las historias, ésta tiene dos comienzos.

Veníamos del Tigre con mi familia una tarde hace unos meses en el auto por la ruta nueve, cuando a la altura de San Pedro un rastrojero subió a la autopista y se le cayó un cajón de naranjas. El cerebro se me paralizó y cerrando los ojos clavé los frenos. El auto comenzó a hacer un trompo y se fue a la banquina. Mi mujer y mis hijas dormían hasta el accidente, y se sobresaltaron hasta el infarto. Las imágenes me pasaban como una película, yo veía todo desde afuera, como un espectador. Los sonidos eran confusos y carecían de agudos, hasta que mi hija menor me tocó el hombro y me dijo "Papá...¿Estás bien?". Recién ahí volví a la realidad, mi mujer gritaba mi nombre sin parar y un par de personas que no conocía me preguntaban cosas típicas para constatar daños cerebrales o algo de eso. Me di vuelta y constaté que estaban todos bien, un poco sacudidos pero nada grave. Salí del auto y todo estaba casi en orden, ningún herido ni autos chocados por suerte. Intercambiamos los datos del seguro con los otros dos conductores que despistaron por mi maniobra y retomamos el regreso a casa. "Me dormí" le mentí a mi esposa.

El comienzo de esta historia, data del año 1980. Teníamos diez años y mucho tiempo al pedo. En el fondo de mi casa, había un limonero y cuatro árboles de una naranja salvaje que llamábamos bergamota. Como fruta era incomible, pero se usaba la cáscara seca para el mate y el resto, se lo tirábamos a las gallinas, porque según mi abuelo Ramón, servía para endurecer la cáscara del huevo. El sobrante de naranjas, eran elementos de diversión masiva. Jugábamos a ver quien aguantaba más tiempo con un gajo en la boca. Era horrible.

Un día descubrimos que podíamos usar las naranjas para ejercitar puntería. Desde la terraza de uno de los chicos del barrio, improvisamos un juego de bochas que consistía en arrojar las naranjas por turnos y ganaba quien dejaba una lo más cerca posible de un punto elegido de antemano. Un día, sin querer, una de las naranjas impactó de lleno en el techo de un auto. Como los móviles de aquellos tiempos eran robustos y fuertes, no sucedió nada con la chapa del techo y el auto siguió si detener su marcha. Fue una revelación.

Como jugar y hacer daño en algún momento de nuestra vida no difiere demasiado, nos dedicamos a lanzar naranjas a los autos. Para ello, había que ser precisos pero sobre todo cautos. La maniobra era imposible, había que arrojar la naranja en una parábola pero había que estar escondido para que el chofer no sepa quien fue el que le tiró el proyectil. Los objetivos fueron los camiones y colectivos y teníamos un singular éxito.

Una tarde, encontramos en casa un frasco con clavos para madera. Mi papá era carpintero y no era raro encontrar este tipo de cosas en casa. Se nos ocurrió ponerle clavos a las naranjas, cuatro o cinco por cada una, cosa que si algún chofer juguetón pisaba las frutas se iba a llevar una fea sorpresa. Armamos las "naranjas miguelitos" como las llamamos y las regamos por la calle, mientras esperábamos pacientes. El juego era más bien aburrido y no tenía la adrenalina del otro donde ejercitábamos puntería, pero era infinitamente menos riesgoso. Ya nos estábamos por volver cada uno a nuestra casa cuando de pronto pasó. Un colectivo de la línea 515 pisó al menos cinco naranjas, reventando las tres gomas del lado izquierdo, girando violentamente e impactando de lleno en la pared de la carnicería del barrio. Salió gente de todas las casas y no tardaron en arrimarse al lugar del choque. Fue la primera vez en mi vida que vi gente grande llorar. Mi papá se acercó y nunca supe como , pero algo sospechó que teníamos que ver. Me llevó a casa y me pegó mucho, en silencio, sin saber por qué, pero creo que esperaba que le diga algo. Como era una costumbre pegarnos, me aguanté y no dije nada, igual que lo hicieron Diego y Marcelo mis dos amigos y compañeros de travesura. Al otro día nos cruzamos los tres, ninguno dijo nada, ninguno diría nada nunca. Se nos notaba que algo se había roto esa tarde. Supimos que una persona murió en el accidente del 515, y que hubo muchos heridos, pero nada más. No quisimos saber nada más. Para nosotros era suficiente.

Por eso, 35 años después el destino me muestra lo pequeños y vulnerables que somos, y que todo lo que uno hace y no resuelve, vuelve.

Esta historia no la pude contar nunca, a nadie. Si Diego y Marcelo (omito los apellidos por razones personales) llegan a leer esto de pura casualidad, ya que no son muy afectos a los blogs, creo que no les va a causar mucha gracia.

A mi tampoco me causa escribirlo, pero esta vez lo siento necesario.

A lo mejor así, me lo puedo sacar un poco de la cabeza, aunque desde el accidente con mi mujer y mis hijas, no paro de pensar en el 515, las naranjas y los clavos.

Me cuesta dormir y ya no tengo paz.