Me miraba con asco. No hacía otra cosa que reprochar
fuertemente y sin fundamentos mi actitud infantil. Intenté conciliarla, le dije
que había cosas que escapaban de mi control pero que eso no me convertía
justamente en ese ogro que ella gritaba a los cuatro vientos para que el mundo
me condene. Le señalé las dos palomas, le conté que la naturaleza tiene sus
reglas, que ellas eran libres de ir adonde se les ocurra y que me parecía
opresivo pensarse el dueño de la verdad y de los actos ajenos. Nada. Ella
seguía firme, juzgando, condenando, ejecutando la sentencia dictada por las
leyes urbanas que tantas veces trasgredimos cuando fuimos jóvenes y rebeldes.
Volví a insistir con las palomas, le mostré una vez más lo inocente de sus
actos y de la plenitud que yo veía en ellas, que se me antojaron por un momento
como un cuadro de Paul Cezanne, escapando a las reglas de lo establecido,
desafiando los órdenes, libres con todas las letras. Ofuscada me miró con un
fuerte desprecio, me aniquiló con su mirada y arrebatándome el calzoncillo de
la mano le pasó un pan de jabón con violencia y lo dejó en un balde al sol.
Tengo que aflojarle al Fernet.
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