Nuestros viejos,
allá por los '70, tenían una manera bastante rara de amarnos. Ante
la duda desconfiaban y si algún vecino buchón nos delataba alguna
fechoría nos corregían a golpe de chancleta o a mano abierta en la
nuca, técnica de combate conocida como Sopapo.
Había veces que nos
merecíamos el castigo, pero otras veces los vecinos mala leche nos
buchoneaban para hacernos sufrir flagelos mientras ellos fisgoneaban
atrás de las cortinas de sus ventanas con muy poco disimulo.
La contracara del
castigo corporal, era el castigo psicológico que le agregaba mi
vieja, desfondándonos el cerebro y secándole la paciencia a mi
viejo.
Un día de verano,
de esos de mucho calor, estábamos en la pileta de lona al rayo del
sol en el patio de casa. Mi viejo estaba en la carpintería cortando
madera o algo que hiciera mucho ruido y mucha mugre. Mi vieja estaba
cosiendo algo imposible o desarmando un tejido en la puerta del
costado con el ventilador al palo y el mosquitero cerrado.
Con mi hermana,
rayados por el sol y aburridos, empezamos una de esas peleas
estúpidas que siempre teníamos. Yo le tiraba agua a los ojos con un
dedo pegando un tincazo en la superficie, ella gritaba
“Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaá” con toda la jeta, mi vieja sin
mirarnos, decía “Terminennnnlannn” y el ciclo se repetía
creciendo en frecuencia, volumen y cada vez con menos paciencia. En
algún momento, la intensidad del ciclo superaba la sierra circular
de mi viejo y mi vieja lo incluía con frases del estilo “Che! Hacé
algo con estos mocosos de mierda….Me tienen cansada. Al fin y al
cabo son tus hijos tambien. ¡¡¡Un día de estos me tiro a las vías
y a ver como se la arreglan sin la sirviennnnta!!!”. Mi viejo
paraba la máquina y se acercaba con el cansancio de enero en la cara
y en el cuerpo.
“¡Dejensé de
joder!¡Paren de pelear! ¿Tamos?” nos decía mi viejo, y por lo
general parábamos porque sabíamos que tocábamos un límite
sensible que estaba a punto de romperse. Pero ese día, decidimos ir
más allá, volvíamos a empezar de a poco el ciclo y todo volvía a
cero, hasta que no nos dimos cuenta y más por repetitivos que por
malos, sacamos de las casillas a mi viejo y empezó a rodear la
pileta tirando manotazos. Nosotros vimos que se había ido todo al
diablo sin retorno. MI viejo estaba decidido a servirnos, mi vieja
gritaba algo, nunca supimos a favor de quien estaba. En un
determinado momento, mi papá se hartó de todo y se mandó con
zapatos y todo a la pileta y nos agarró a cachetazos limpios . “SON
– U – NOS – CER – DOS” repetía como un mantra mientras nos
daba rítmicamente con una mano y otra, a un hermano y a otro. Nos
pegaba feo y alcancé a escuchar a mi vieja que le gritaba “¡Paráaa
cheee!” sincronizado con los sopapos. En un momento paró y se fue,
salió de la pileta y caminaba como un viejo ogro cansado que volvía
a su cueva. Mi mamá cerró la puerta con un golpe y quedamos los dos
llorando, más con miedo que con dolor. Unos minutos después mi mamá
le llevó un vaso de cerveza a mi papá y cuando se lo terminó vino
con nosotros. “¿Se dan cuenta como lo ponen a papá? ¿Vieron lo
que le hacen hacer? Él no es así. Ustedes lo ponen así. Salgan de
la pileta que hace mucho que están ahí.
Había amor en
aquellos tiempos, pero a veces habían hechos que nos descolocaban.
No nos entraba en la cabeza tanta incongruencia, como si nuestros
viejos fueran una pareja de Jeckyll y Hydes de ambos sexos...y
nosotros éramos sin saberlo la medicina que transformaba a los
bellos en bestias.
No va a bastar la
vida para entenderlo.
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