jueves, 8 de junio de 2017

Nuestra sangre...ese misterio

Nuestros viejos, allá por los '70, tenían una manera bastante rara de amarnos. Ante la duda desconfiaban y si algún vecino buchón nos delataba alguna fechoría nos corregían a golpe de chancleta o a mano abierta en la nuca, técnica de combate conocida como Sopapo.
Había veces que nos merecíamos el castigo, pero otras veces los vecinos mala leche nos buchoneaban para hacernos sufrir flagelos mientras ellos fisgoneaban atrás de las cortinas de sus ventanas con muy poco disimulo.
La contracara del castigo corporal, era el castigo psicológico que le agregaba mi vieja, desfondándonos el cerebro y secándole la paciencia a mi viejo.
Un día de verano, de esos de mucho calor, estábamos en la pileta de lona al rayo del sol en el patio de casa. Mi viejo estaba en la carpintería cortando madera o algo que hiciera mucho ruido y mucha mugre. Mi vieja estaba cosiendo algo imposible o desarmando un tejido en la puerta del costado con el ventilador al palo y el mosquitero cerrado.
Con mi hermana, rayados por el sol y aburridos, empezamos una de esas peleas estúpidas que siempre teníamos. Yo le tiraba agua a los ojos con un dedo pegando un tincazo en la superficie, ella gritaba “Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaá” con toda la jeta, mi vieja sin mirarnos, decía “Terminennnnlannn” y el ciclo se repetía creciendo en frecuencia, volumen y cada vez con menos paciencia. En algún momento, la intensidad del ciclo superaba la sierra circular de mi viejo y mi vieja lo incluía con frases del estilo “Che! Hacé algo con estos mocosos de mierda….Me tienen cansada. Al fin y al cabo son tus hijos tambien. ¡¡¡Un día de estos me tiro a las vías y a ver como se la arreglan sin la sirviennnnta!!!”. Mi viejo paraba la máquina y se acercaba con el cansancio de enero en la cara y en el cuerpo.
“¡Dejensé de joder!¡Paren de pelear! ¿Tamos?” nos decía mi viejo, y por lo general parábamos porque sabíamos que tocábamos un límite sensible que estaba a punto de romperse. Pero ese día, decidimos ir más allá, volvíamos a empezar de a poco el ciclo y todo volvía a cero, hasta que no nos dimos cuenta y más por repetitivos que por malos, sacamos de las casillas a mi viejo y empezó a rodear la pileta tirando manotazos. Nosotros vimos que se había ido todo al diablo sin retorno. MI viejo estaba decidido a servirnos, mi vieja gritaba algo, nunca supimos a favor de quien estaba. En un determinado momento, mi papá se hartó de todo y se mandó con zapatos y todo a la pileta y nos agarró a cachetazos limpios . “SON – U – NOS – CER – DOS” repetía como un mantra mientras nos daba rítmicamente con una mano y otra, a un hermano y a otro. Nos pegaba feo y alcancé a escuchar a mi vieja que le gritaba “¡Paráaa cheee!” sincronizado con los sopapos. En un momento paró y se fue, salió de la pileta y caminaba como un viejo ogro cansado que volvía a su cueva. Mi mamá cerró la puerta con un golpe y quedamos los dos llorando, más con miedo que con dolor. Unos minutos después mi mamá le llevó un vaso de cerveza a mi papá y cuando se lo terminó vino con nosotros. “¿Se dan cuenta como lo ponen a papá? ¿Vieron lo que le hacen hacer? Él no es así. Ustedes lo ponen así. Salgan de la pileta que hace mucho que están ahí.
Había amor en aquellos tiempos, pero a veces habían hechos que nos descolocaban. No nos entraba en la cabeza tanta incongruencia, como si nuestros viejos fueran una pareja de Jeckyll y Hydes de ambos sexos...y nosotros éramos sin saberlo la medicina que transformaba a los bellos en bestias.
No va a bastar la vida para entenderlo.


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